En aquellos tiempos remotos en que los animales hablaban, los monos convivían en las aldeas con los hombres y con ellos conversaban.
Sucedió un día que los mortales humanos celebraban una gran fiesta; por espacio de una semana tocaron, durante el día, el tam-tam, y bailaban y bebían sin cesar en las noches.
A raudales corría el vino de palma, porque el jefe de la aldea había ordenado poner doscientas tinajas llenas de tan confortable vino en la plaza pública del pueblo.
Todo el mundo había bebido hasta saciarse, pero él, como correspondía a tan poderoso jefe, había bebido mucho más que los otros. Por esto, al despuntar el día, tembláronle las piernas como dos tiernas palmeras, sus ojos distinguían las cosas confusamente y su corazón sentíase inundado en un mar de felicidad.
Sus mujeres le llevaron cuidadosamente al palacio, pero él se negó a quedarse allí y, saliendo de nuevo, encaminóse hacia la aldea de los monos.
Cuando llegó, los monos, riendo y saltando a cual más, se apretujaron a su alrededor; ya uno le daba un tirón al taparrabos, ya otro le arrebataba el gorro; éste le sacaba la lengua, aquél le volvía la espalda o le hacía un gesto desvergonzado de burla. Y así la diversión era mayúscula, siendo el rey el hazmerreír de todos los monos.
El jefe, ya entrado en años, se irritó sobremanera al observar la irrespetuosa conducta de los monos y, montando en cólera, fue a quejarse ante el dios Nzamé.
Éste escuchó atentamente la queja del jefe de los hombres y, queriendo hacer rápida y ejemplar justicia, llamó al jefe de los monos.
Una vez el jefe de los monos estuvo en su presencia, Nzamé le preguntó muy enfadado:
- Dime por qué tu gente ha insultado de modo tan grosero a tu padre, el jefe de los hombres.
El jefe de los monos no supo qué contestar.
Entonces Nzamé dijo con acento severo:
- Desde hoy en adelante, tú y tus hijos serviréis a los hombres, y ellos os castigarán. Así, desde ahora mismo quedáis sometidos a su autoridad.
El jefe de los hombres y el jefe de los monos se marcharon.
Pero cuando el primero ordenó al segundo que fuese a trabajar, el jefe de los monos, a pesar de las órdenes recibidas, contestó con la mayor insolencia:
- ¡Estás soñando! ¿A mí hacerme trabajar? Vamos, que no estás bien de la cabeza.
El jefe de los hombres no insistió. Llegó a la aldea, se acostó y así que hubo descansado, maduró un plan para vengarse de los desvergonzados monos.
En cuanto llegó la fiesta siguiente, ordenó colocar en el centro de la plaza de la aldea centenares de tinajas, llenas de rico vino de palma. Pero en el vino había mandado echar la hierba que hace dormir.
Advirtió a los suyos que no bebieran de otras tinajas que de aquellas que ostentaban una señal determinada; luego invitó a los monos a la fiesta.
Los simios no podían rehusar honor tan señalado y, en consecuencia, fueron a divertirse y a beber de lo lindo.
Pero, ¡ay!, en cuanto hubieron bebido, todos sintieron invencibles deseos de dormir. Y quedaron los monos sumidos en un profundo sueño, y el jefe de los hombres ordenó, entonces, que los atasen. Ya todos atados, los hombres empezaron a manejar los látigos.
Los monos, al sentir los latigazos, despertaron al instante, recobrando una agilidad verdaderamente extraordinaria, una agilidad nunca vista. Saltaban y bailaban maravillosamente.
Terminada la memorable paliza, los monos andaban agachados, buscándose los pelos y rascándose.
Entonces el jefe de los hombres ordenó que los señalasen con un hierro ardiente y luego les obligó a hacer los trabajos más penosos de la aldea. Los monos no tuvieron más remedio que obedecer.
Un día, hartos de trabajar y sufrir, desesperados, se presentaron ante el jefe de los hombres para reclamar mejores tratos.
- Perfectamente - contestó el jefe -. Ahora veréis el trato que os doy.
Al punto ordenó a sus guerreros que azotasen a los monos y les cortasen la lengua.
- Así - dijo, terminada la operación ya se han acabado las reclamaciones. ¡Y a trabajar, gandules!
Los monos, indignados, no podían proferir más que unos sonidos inarticulados, pero como en lugar de obtener justicia, habían sido tratados con peor crudeza y menos caridad, decidieron huir a la selva.
Los descendientes de aquellos monos nacieron dotados de lengua, pero como temen que los hombres vuelvan a apoderarse de ellos para hacerles trabajar, no han pronunciado desde entonces una sola palabra. Saltan y brincan como el día que les dieron de palos y lanzan gritos, muchos gritos, eso sí...
Extraído de la obra de H. C. Granch.