El paso del tiempo

Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero. Hasta entonces, cada año nacía el 15 de marzo.
No hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.

España ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más miles de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los ciclos de sus asuntos de estado.
Largos años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.

En una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el calendario universal.

Pero a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años.

Extraído de la obra de Eduardo Galeano.

Cuentan de un sabio que un día

Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba, 
que sólo se sustentaba 
de unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía, 
más pobre y triste que yo?; 
y cuando el rostro volvió 
halló la respuesta, viendo 
que otro sabio iba cogiendo 
las hierbas que él arrojó.

Quejoso de mi fortuna 
yo en este mundo vivía, 
y cuando entre mí decía: 
¿habrá otra persona alguna 
de suerte más importuna?
Piadoso me has respondido. 
Pues, volviendo a mi sentido, 
hallo que las penas mías, 
para hacerlas tú alegrías, 
las hubieras recogido.


Extraído de la obra de Pedro Calderón de la Barca.

El Eclipse.

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.



Extraído de la obra de Augusto Monterroso.

El cascabel del gato.

Se dice que había en cierta casa un Gato tan activo y vigilante que no dejaba ni un momento de tranquilidad a los ratones. Y viendo éstos que su número disminuía considerablemente, resolvieron reunirse en asamblea, con el fin de hallar solución al difícil caso.
Después de haberse discutido y desechado varios proyectos, habló un Ratón menudo y presuntuoso, y dijo que el gato hacía tantos estragos entre los ratones porque debido a la blandura de sus patas no se le oía llegar.

Yo creo -agregó- que si le pusiéramos un cascabel al cuello, éste nos avisaría su aproximación, tendríamos tiempo de ocultarnos. Con tan sencillo expediente nos burlaríamos del Gato.

Una salva de aplausos cubrió la voz del reformista, que ufano volvió a sentarse lleno de orgullo. Pero un ratón sesudo, que hasta entonces no había hecho más que oír y callar, tomó la palabra y dijo con voz grave:

Amigos míos, ese proyecto me parece magnífico, pero ahora yo pregunto ¿quién va a encargarse de ponerle el cascabel al Gato?


Fábula de Esopo.

El dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.


Extraído de la obra de Augusto Monterroso.

Diálogo sobre un diálogo

A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.

Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron.

A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.


Extraído de la obra de Jorge Luis Borges.

El Ojo

Dijo el Ojo un día: "Veo más allá de estos valles una montaña velada por una bruma azul. ¿No es hermosa?"

El Oído escuchaba, y luego de atender intensamente por un rato, dijo: "Pero, ¿dónde hay una montaña? No la oigo."

Entonces la Mano habló: "Trato en vano de sentirla y tocarla, y no puedo encontrar montaña alguna."

Y la Nariz dijo: "No existe montaña alguna; yo no puedo olerla."

Entonces el Ojo se volvió hacia otro lado y todos comenzaron a hablar sobre la extraña ilusión del Ojo. Y dijeron: "Algo debe pasarle al Ojo."


Extraído de la obra de Khalil Gibran.

Huellas

Una pareja venía caminando por la sabana, en el oriente del África, mientras nacía la estación de las lluvias. 
Aquella mujer y aquel hombre todavía se parecían bastante a los monos, la verdad sea dicha, aunque ya andaban erguidos y no tenían rabo.

Un volcán cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la boca. El cenizal guardó los pasos de la pareja, desde aquel tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora, que aquella Eva y aquel Adán venían caminando juntos, cuando a cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos por su cuenta. Después, volvió al camino compartido.

Las huellas humanas más antiguas han dejado la marca de una duda.
Algunos añitos han pasado. La duda sigue.



Extraído de la obra de Eduardo Galeano.

El viaje

Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo.

Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.

Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.

Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.


Extraído de la obra de Eduardo Galeano.