Una vida inútil.

Un granjero, cansado y envejecido, comprendió que ya no podía trabajar los campos. Así que decidió dedicar sus días a quedarse sentado en su porche. Su hijo, aún trabajando la granja, levantaba la vista de vez en cuando y veía a su padre allí sentado. 

Ya no es útil - pensaba el hijo para sí - ¡no hace nada! 

Un día el hijo, frustrado por la situación, construyó un ataúd de madera, lo arrastró hasta el porche, y le dijo a su padre que se metiera dentro. Sin decir nada, el padre se metió. 
Después de cerrar la tapa, el hijo arrastró el ataúd al borde de la granja donde había un elevado acantilado. Mientras se acercaba a la pendiente, oyó un débil golpeteo en la tapa desde adentro del ataúd. Lo abrió. Tendido allí, pacíficamente el padre miraba hacia arriba a su hijo. 

Sé que vas a lanzarme al acantilado, pero antes de que lo hagas, ¿puedo sugerir algo?
¿Qué? - contestó el hijo.
Tírame por el acantilado, si lo deseas, - dijo el padre - pero guarda este buen ataúd de madera. Tus niños podrían necesitar usarlo.

Cuento zen.

El amigo fiel.

Cierto día, una rata de agua que vivía junto a un estanque, se trabó en una discusión con sus vecinos. La rata afirmaba que lo más valioso en la vida, era la amistad leal, mientras una pata con patitos, afirmaba que lo principal era la paternidad. Un pardillo verde intervino en la conversación contando una historia sobre el amigo fiel, para que la rata escuchara:

En una comarca lejana, vivía Hans, un mozo que vivía en una choza humilde y trabajaba su jardín. El mozo era muy pobre, pero su jardín era el mejor de la región. El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero su mejor amigo era el gran Hugo, un rico molinero que lo visitaba frecuentemente.
La amistad de Hugo y Hans era tan íntima, que el molinero no visitaba a su amigo, sin llevarse un recuerdo de su jardín. Es que Hugo sostenía que los verdaderos amigos debían compartirlo todo y el pequeño Hans estaba de acuerdo.
Claro está, que los vecinos no comprendían aquella situación, ya que el molinero siempre tomaba, pero nunca correspondía los favores recibidos.
El pequeño Hans era feliz con su jardín y su amigo, nada lo complacía más que recibirlo y obsequiarle los frutos de temporada, para que el molinero llevase a su opulento hogar.
Durante primavera, verano y otoño, Hans obtenía su sustento de la venta de los productos del jardín, pero en los meses de invierno, debía sufrir penurias para sobrevivir.
Casualmente en esta época, Hugo dejaba de visitarlo, pues pensaba que ya tenía suficiente con su miseria, para tener que exhibirla frente a los amigos.
- No es buena cosa visitar al pequeño Hans con estas nieves. El pobre no lo está pasando bien, es mejor dejarle tranquilo.- decía Hugo a su mujer, sentado frente a la enorme chimenea, mientras saboreaba una jarra de cerveza caliente.
- Qué generoso eres querido. Siempre pensando en los demás.- contestaba su mujer desde otro sofá.
La siguiente primavera, Hugo retornó a casa de su amigo Hans, con un gran cesto para llenarlo con flores del jardín de su amigo, a quien no veía desde el otoño.
- ¿Cómo has estado pequeño Hans? 
- Bien, tengo mucho trabajo. Venderé las flores en el pueblo y con las ganancias, podré recuperar mi carretilla. 
- ¿Qué le pasó a tu carretilla? 
- Debí venderla en el invierno. Necesitaba sustento. 
- Pues no hace falta, tengo una carretilla que puedo obsequiarte. Está un poco destartalada y vieja, pero si la reparas, te dará servicio por un tiempo más. Además yo he comprado otra. 
- Eres muy amable, realmente aprecio tu bondad, mi amigo. Tengo una tabla con la que puedo arreglarla sin problemas. 
- Qué suerte que lo dijeras, estaba necesitando una tabla para reparar el techo de mi granero, antes que vengan las lluvias y estropeen los sacos de harina que tengo almacenados. Ya que te he regalado mi carretilla, es buena cosa que me devuelvas el favor. 
- No es problema, te la daré gustoso, ya verás si te sobra algo para reparar mi carretilla.

Sin demoras, Hans le entregó la tabla y las flores al molinero, quedándose sin flores para el mercado.
Los días transcurrieron y Hugo siempre encontraba una nueva tarea para que Hans lo ayudara en pago de la carretilla. Hans acudía gustoso a cumplir con su amigo, descuidando completamente su jardín.
Una noche tormentosa, golpeó Hugo la puerta de su amigo.
- ¿Qué ocurre, que vienes en medio de la tormenta? 
- Mi hijo se ha caído de la escalera y está herido, necesita al médico. Pensé que con tan terrible noche, no sería saludable que fuera hasta el pueblo a buscarlo. Pero tú bien podrías ir en mi lugar, ya que te he regalado la carretilla. 
- Con mucho gusto iré por ti. Gracias por traer tu linterna para que no me hiera en el camino. 
- Es una linterna nueva, si te la dejo y algo te sucede, se estropeará. 
- Está bien, iré sin luz, pues.

Sin demora, Hans salió a buscar al médico hasta el pueblo. El galeno montó su caballo rumbo a lo del molinero, seguido a pie, por Hans. La tormenta era tan terrible que el mozo se extravió. Sin saber por dónde iba, cayó por un acantilado y se ahogó.
Todos lamentaron la muerte del pequeño Hans y concurrieron a su entierro. Luego del mismo, mientras todos bebían en una taberna, el molinero se lamentó de la mala suerte que había tenido al regalarle la carretilla a su amigo Hans, y de cómo no podía deshacerse de ella de manera apropiada.
La rata interrumpió la historia, preocupada por la suerte del molinero. El pardillo dijo que eso no tenía interés, con lo cual, la rata se fastidió.
- Pero déjeme contarle la moraleja. 
- De haber sabido que había una moraleja, no perdía mi tiempo en escucharlo.- dijo mientras daba media vuelta y retornaba a su madriguera.

- Es que la moraleja es cosa de peligro.- dijo la pata. 
- Eso mismo pienso.- contestó el pardillo.


Extraído de la obra de Oscar Wilde.

Por qué los monos no hablan.

En aquellos tiempos remotos en que los animales hablaban, los monos convivían en las aldeas con los hombres y con ellos conversaban.

Sucedió un día que los mortales humanos celebraban una gran fiesta; por espacio de una semana tocaron, durante el día, el tam-tam, y bailaban y bebían sin cesar en las noches.
A raudales corría el vino de palma, porque el jefe de la aldea había ordenado poner doscientas tinajas llenas de tan confortable vino en la plaza pública del pueblo.

Todo el mundo había bebido hasta saciarse, pero él, como correspondía a tan poderoso jefe, había bebido mucho más que los otros. Por esto, al despuntar el día, tembláronle las piernas como dos tiernas palmeras, sus ojos distinguían las cosas confusamente y su corazón sentíase inundado en un mar de felicidad.
Sus mujeres le llevaron cuidadosamente al palacio, pero él se negó a quedarse allí y, saliendo de nuevo, encaminóse hacia la aldea de los monos.

Cuando llegó, los monos, riendo y saltando a cual más, se apretujaron a su alrededor; ya uno le daba un tirón al taparrabos, ya otro le arrebataba el gorro; éste le sacaba la lengua, aquél le volvía la espalda o le hacía un gesto desvergonzado de burla. Y así la diversión era mayúscula, siendo el rey el hazmerreír de todos los monos.

El jefe, ya entrado en años, se irritó sobremanera al observar la irrespetuosa conducta de los monos y, montando en cólera, fue a quejarse ante el dios Nzamé.
Éste escuchó atentamente la queja del jefe de los hombres y, queriendo hacer rápida y ejemplar justicia, llamó al jefe de los monos.
Una vez el jefe de los monos estuvo en su presencia, Nzamé le preguntó muy enfadado:
- Dime por qué tu gente ha insultado de modo tan grosero a tu padre, el jefe de los hombres.
El jefe de los monos no supo qué contestar.
Entonces Nzamé dijo con acento severo:
- Desde hoy en adelante, tú y tus hijos serviréis a los hombres, y ellos os castigarán. Así, desde ahora mismo quedáis sometidos a su autoridad.
El jefe de los hombres y el jefe de los monos se marcharon.
Pero cuando el primero ordenó al segundo que fuese a trabajar, el jefe de los monos, a pesar de las órdenes recibidas, contestó con la mayor insolencia:
- ¡Estás soñando! ¿A mí hacerme trabajar? Vamos, que no estás bien de la cabeza.
El jefe de los hombres no insistió. Llegó a la aldea, se acostó y así que hubo descansado, maduró un plan para vengarse de los desvergonzados monos.

En cuanto llegó la fiesta siguiente, ordenó colocar en el centro de la plaza de la aldea centenares de tinajas, llenas de rico vino de palma. Pero en el vino había mandado echar la hierba que hace dormir.
Advirtió a los suyos que no bebieran de otras tinajas que de aquellas que ostentaban una señal determinada; luego invitó a los monos a la fiesta.
Los simios no podían rehusar honor tan señalado y, en consecuencia, fueron a divertirse y a beber de lo lindo.
Pero, ¡ay!, en cuanto hubieron bebido, todos sintieron invencibles deseos de dormir. Y quedaron los monos sumidos en un profundo sueño, y el jefe de los hombres ordenó, entonces, que los atasen. Ya todos atados, los hombres empezaron a manejar los látigos.
Los monos, al sentir los latigazos, despertaron al instante, recobrando una agilidad verdaderamente extraordinaria, una agilidad nunca vista. Saltaban y bailaban maravillosamente.
Terminada la memorable paliza, los monos andaban agachados, buscándose los pelos y rascándose.
Entonces el jefe de los hombres ordenó que los señalasen con un hierro ardiente y luego les obligó a hacer los trabajos más penosos de la aldea. Los monos no tuvieron más remedio que obedecer.

Un día, hartos de trabajar y sufrir, desesperados, se presentaron ante el jefe de los hombres para reclamar mejores tratos.
- Perfectamente - contestó el jefe -. Ahora veréis el trato que os doy.
Al punto ordenó a sus guerreros que azotasen a los monos y les cortasen la lengua.
- Así - dijo, terminada la operación  ya se han acabado las reclamaciones. ¡Y a trabajar, gandules!
Los monos, indignados, no podían proferir más que unos sonidos inarticulados, pero como en lugar de obtener justicia, habían sido tratados con peor crudeza y menos caridad, decidieron huir a la selva.

Los descendientes de aquellos monos nacieron dotados de lengua, pero como temen que los hombres vuelvan a apoderarse de ellos para hacerles trabajar, no han pronunciado desde entonces una sola palabra. Saltan y brincan como el día que les dieron de palos y lanzan gritos, muchos gritos, eso sí...


Extraído de la obra de H. C. Granch.

El hombre y la hormiga.

Se fue a pique un día un navío con todo y sus pasajeros. 
Un hombre, testigo del naufragio, decía que no eran correctas las decisiones de los dioses, puesto que, por castigar a un solo impío, habían condenado también a muchos otros inocentes.

Mientras seguía su discurso, sentado en un sitio plagado de hormigas, una de ellas lo mordió, y entonces, para  vengarse, las aplastó a todas.

Se le apareció al momento Hermes, y golpeándole con su caduceo, le dijo:

-Aceptarás ahora, que nosotros juzguemos a los hombres del mismo modo que tú juzgas a las hormigas.


Fábula de Esopo.

La espada de Damocles.

Había un rey llamado Dionisio I El Viejo, soberano de Siracusa. En ese tiempo la ciudad era griega y la más importante de la gran isla de Sicilia.
Vivía en un suntuoso palacio en donde las riquezas abundaban, en especial por las obras de arte, el lujo, la exquisita y fina cocina, las lindas mujeres y el refinamiento de los cortesanos. Contaba, además, con criados y esclavos solícitos a sus mínimos requerimientos.
Había mucha gente que lo envidiaba por el poder que ostentaba y por su incalculable fortuna. Uno de ellos era Damocles, un cortesano que se dedicaba a la intriga, al ocio, y en especial a envidiar a su rey, uno de sus mejores amigos.

-¡Qué afortunado eres; cuentas con todo lo que un ser humano puede aspirar! Dudo que exista alguien más feliz que tú-, solía repetirle.
Dionisio, quien adolecía de muchos defectos, odiaba la envidia y estaba aburrido de oír día a día las aparentes adulaciones, que eran una expresión velada de resquemor.
-¿En verdad, Damocles, crees que soy más feliz que los demás?
Damocles, que pensaba que la felicidad consistía en el tener y en el poder, le respondió:
-Sí, en verdad creo que eres no sólo el más feliz de nosotros, sino el más feliz del mundo.
Si te gusta tanto esto, ¿por qué no cambiamos de lugar por un día?
-Sólo en sueños lo había pensado, mi rey. Sí, me encantaría disfrutar de tus placeres y riquezas aunque sea sólo por un día y al igual que tú, no tener ninguna preocupación .
-Está bien. Cambiemos; tú serás el rey y yo el cortesano; pero sólo por un día.
Así lo convinieron para el día siguiente. 

La corte y los criados quedaron de tratar a Damocles como si fuera el rey. Le colocaron la corona de oro y diamantes y le pusieron el manto real. Damocles se hizo servir en la sala de banquetes, los mejores vinos y la más deliciosa comida. Al escuchar la música, dedicada a él, al sentirse halagado y admirado, no pudo menos que pensar que era el hombre más feliz del mundo.
-Esto si que es vida-, le dijo al rey, quien estaba sentado al otro extremo de la mesa. Estoy disfrutando como nunca.

Al beber el mejor de los vinos en una copa de oro, miró hacia lo alto. ¿Qué era lo que pendía de arriba, un objeto cuya punta casi le tocaba la cabeza? Sobre su cabeza pendía una afilada espada, atada al techo por una delgada crin de caballo. El brillo de ésta casi le impedía ver.
Las manos le temblaban de tal manera, que derramó parte del contenido de su copa. Como pudo, hizo acallar la música y sólo con la mirada desdeñaba los ricos manjares que iban sirviéndole.
No se atrevía a huir, aunque era su único anhelo. Tenía pánico de mover hasta las cejas. El hilo era demasiado delgado; bastaba un pequeño vaivén para que se cortara y se enterrará en su cabeza.

-Amigo, ¿qué te pasa?- preguntó Dionisio. -Da la impresión que nada te interesa. Hiciste callar la música, derramaste la copa de vino y hasta has perdido el apetito.
¿Acaso no ves la espada pendiendo de un hilo sobre mí? -, preguntó Damocles.
-Sí, claro que la veo. Siempre pende sobre mi cabeza. La veo a cada instante. Siempre está el peligro de que caiga, no sólo por su propio peso, sino que el hilo sea cortado por alguien. Puede ser un asesor envidioso de mi poder que quiera asesinarme. También puede ser alguien que quiera derrocarme propagando mentiras en mi contra. Puede suceder que un reino vecino venga a atacarnos, me asesine para quitarme el trono y así extender su poderío. Asimismo, puedo equivocarme en alguna de mis decisiones y esto provoque mi caída.
-Mira Damocles-, continuó el rey, -si quieres ser monarca, tienes que estar dispuesto a aceptar estos riesgos que son parte del poder.
Damocles, muy asustado, apenas se atrevía a responder. Veía la espada y se atragantaba de miedo.
-Rey mío, ahora veo que estaba equivocado. Además de la riqueza, el poder y la fama, tienes mucho que hacer, mucho en que pensar. Por favor, ocupa tu lugar y déjame volver a casa. Ese es mi anhelo supremo.

Damocles, al salir del palacio, con el paso cada vez más firme, corriendo y hasta casi volando, lo único que deseaba era abrazar a su sencilla esposa y valorar su interioridad. Lo mismo pensaba hacer con su hijo. Ahora sí les iba a inculcar con su propio testimonio de vida, que los valores no se sostienen en el poder ni en el tener.

Extraído de  la obra de Horacio y Cicerón.