Carta a los reyes magos.

Aquellos días eran los peores del año – Pensaban -. Había mucho trabajo, ya que las primeras cartas comenzaban a llegar para el día 20.

Muñecas de moda, coches, juegos de mesa...

El género casi siempre era el mismo con la única diferencia de que cada año aumentaba increíblemente el coste.

Baltasar revisaba un montón de cartas. Menos mal que está disminuyendo la natalidad, porque con lo caprichosos que son estos críos...

De pronto encontró una epístola sin remitente. Sobre un papel reciclado, unas letras borrosas.

La abrió cuidadosamente, para no dañarla.

Queridos Reyes Magos:

Este año no ha sido el mejor para mí. Esta primavera, unos señores de uniforme ocuparon nuestro país. Conducían unos coches muy raros. Al principio sólo estaban allí, y todos nos preguntábamos por qué. Siempre creí que papá lo sabía, pero nunca decía nada, y algunas noches oía a mi madre llorar silenciosamente en su cuarto.

Sin embargo, un día se empezaron a escuchar sirenas y bolas de fuego comenzaron a caer del cielo sin cesar. Tenía miedo, y al salir de la escuela corrí hacia casa.

Cuando llegué mi madre lloraba, pero esta vez sus llantos no se quedaban en su habitación e inundaban toda la casa. Papá había muerto; había sido alcanzado por una de aquellas bolas de fuego que arrasaban con todo lo que encontraban a su paso.

Desde aquel momento en mi interior vive un sentimiento que me devora día a día, y palabras como VENGANZA o JUSTICIA suenan en mis doloridos oídos. Suenan más fuerte que las sirenas, más fuerte que las explosiones.

No quiero sentirlo, sólo quiero conseguir paz y que todo vuelva a ser como antes. Quiero ver a mi padre cuando vuelva de la escuela; quiero jugar con él al fútbol; quiero que me aconseje cuando me enamore...

Pero nada será así porque mi padre no va a volver nunca, porque mi padre ha muerto por la ambición de los ricos.

Así que, señores Reyes Magos, yo sólo les pido que todo el dolor, el horror, el miedo o la impotencia que sentí o que aún estoy sintiendo, sea lo único que experimenten aquellos que denominaron a esta guerra como justa y necesaria.

Con cariño y quién sabe si hasta el año que viene.

Amed.


Baltasar echaba la carta al fuego mientras miraba a Gaspar.

- ¿Qué, otro que pide cosas imposibles?
- Si, ¡Qué críos más caprichosos!



Con la llegada de la navidad, la familia se reúne para discutir, nuestros bolsillos se vacían de forma innecesaria y las obsoletas historias de siempre se repiten a los niños, pero no hemos de olvidar la cruda realidad, que nos golpeara pasadas estas fechas y a los menos agraciados durante las mismas. Con este cuento, tenemos la posibilidad de reflexionar sobre el asunto mientras comemos polvorones.
Este texto esta extraído de un foro, en el que han reunido algunos cuentos "anitnavideños" escritos por estudiantes de E.S.O. y Bachillerato. Este en cuestión pertenece a Paula Fuertes, que cursaba 1º de Bachillerato cuando lo escribió. 

Ilusión

Había una vez un campesino gordo y feo 
que se había enamorado (¿como no?) 
de una princesa hermosa y rubia... 
Un día, la princesa - vaya usted a saber por qué - 
dio un beso al feo y gordo campesino... 
y, mágicamente, éste se transformó 
en un esbelto y apuesto príncipe. 


(Por lo menos, así lo veía ella...)

(Por lo menos, así se sentía el...)


Extraído de la obra de Jorge Bucay

Sin miedo

Durante las guerras civiles en el Japón feudal, un ejército invasor podía barrer rápidamente una ciudad y tomar el control. En una aldea en particular, todos huyeron momentos antes de la llegada del ejército; todos excepto un maestro de Zen.

Curioso por este viejo, el general fue hasta el templo para ver por sí mismo qué clase de hombre era este maestro.

Como no fue tratado con la deferencia y sometimiento a los cuales estaba acostumbrado, el general estalló en cólera. 
¡Estúpido! -gritó mientras alcanzaba su espada- ¡no te das cuenta que estás parado ante un hombre que podría atravesarte sin cerrar un ojo!
Pero a pesar de la amenaza, el maestro parecía inmóvil. 
¿Y usted se da cuenta -contestó tranquilamente el maestro- que está parado ante un hombre que podría ser atravesado sin cerrar un ojo?



Cuento Zen.

Gusanos dispares.

Bajo un campo de acederas vivían dos gusanos que se alimentaban de las raíces de las acederas.
Un día exclamo el primer gusano: "Bueno, ya estoy harto de vivir aquí abajo. Me voy de vieaje, quiero ver mundo"
Hizo su maletita y se arrastro hacia la superficie, y cuando vio brillar el sol y le rozó el viento que peinaba el campo de acederas, sintió de pronto ligero el corazón y comenzó a abrirse paso entre los tallos.
No había avanzado ni tres pies, cuando de pronto lo descubrió un mirlo y se lo zampó.
El segundo gusano en cambio se quedó para siempre bajo tierra en su agujero, comiendo cada día sus raíces de acedera, y vivió por muchos años.
Pero, ya me diréis, ¿qué vida es ésa?

Extraído de la obra de Franz Hohler.

La Creación.

En el principio no había nada más que Dios.
Un día recibió un caja llena de guisantes en vaina.
Se preguntó quién se la habría enviado, pues no conocía nadie más que a sí mismo.
No veía la cosa muy clara, así que dejó que la caja se quedara allí, o mejor dicho, que se quedara suspendida en la nada.

Siete días más tarde reventaron las vainas, y los guisantes salieron disparados hacia el vacío.
Algunos de los guisantes que habían compartido vaina permanecieron juntos y formaron constelaciones.
Empezaron a crecer y a brillar y, así, del vacío surgió el universo.

Dios se asombro mucho de ello. Sobre uno de los guisantes se desarrollaron más tarde toda clase de criaturas, entre ellas seres humanos, que le conocían. Le atribuyeron la creación del universo y por ella lo veneraron.

Dios no lo negó, pero hasta el día de hoy sigue rumiando quién demonio le mandó aquella dichosa caja de guisantes.


Extraído de la obra de Franz Hohler.

Una vida inútil.

Un granjero, cansado y envejecido, comprendió que ya no podía trabajar los campos. Así que decidió dedicar sus días a quedarse sentado en su porche. Su hijo, aún trabajando la granja, levantaba la vista de vez en cuando y veía a su padre allí sentado. 

Ya no es útil - pensaba el hijo para sí - ¡no hace nada! 

Un día el hijo, frustrado por la situación, construyó un ataúd de madera, lo arrastró hasta el porche, y le dijo a su padre que se metiera dentro. Sin decir nada, el padre se metió. 
Después de cerrar la tapa, el hijo arrastró el ataúd al borde de la granja donde había un elevado acantilado. Mientras se acercaba a la pendiente, oyó un débil golpeteo en la tapa desde adentro del ataúd. Lo abrió. Tendido allí, pacíficamente el padre miraba hacia arriba a su hijo. 

Sé que vas a lanzarme al acantilado, pero antes de que lo hagas, ¿puedo sugerir algo?
¿Qué? - contestó el hijo.
Tírame por el acantilado, si lo deseas, - dijo el padre - pero guarda este buen ataúd de madera. Tus niños podrían necesitar usarlo.

Cuento zen.

El amigo fiel.

Cierto día, una rata de agua que vivía junto a un estanque, se trabó en una discusión con sus vecinos. La rata afirmaba que lo más valioso en la vida, era la amistad leal, mientras una pata con patitos, afirmaba que lo principal era la paternidad. Un pardillo verde intervino en la conversación contando una historia sobre el amigo fiel, para que la rata escuchara:

En una comarca lejana, vivía Hans, un mozo que vivía en una choza humilde y trabajaba su jardín. El mozo era muy pobre, pero su jardín era el mejor de la región. El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero su mejor amigo era el gran Hugo, un rico molinero que lo visitaba frecuentemente.
La amistad de Hugo y Hans era tan íntima, que el molinero no visitaba a su amigo, sin llevarse un recuerdo de su jardín. Es que Hugo sostenía que los verdaderos amigos debían compartirlo todo y el pequeño Hans estaba de acuerdo.
Claro está, que los vecinos no comprendían aquella situación, ya que el molinero siempre tomaba, pero nunca correspondía los favores recibidos.
El pequeño Hans era feliz con su jardín y su amigo, nada lo complacía más que recibirlo y obsequiarle los frutos de temporada, para que el molinero llevase a su opulento hogar.
Durante primavera, verano y otoño, Hans obtenía su sustento de la venta de los productos del jardín, pero en los meses de invierno, debía sufrir penurias para sobrevivir.
Casualmente en esta época, Hugo dejaba de visitarlo, pues pensaba que ya tenía suficiente con su miseria, para tener que exhibirla frente a los amigos.
- No es buena cosa visitar al pequeño Hans con estas nieves. El pobre no lo está pasando bien, es mejor dejarle tranquilo.- decía Hugo a su mujer, sentado frente a la enorme chimenea, mientras saboreaba una jarra de cerveza caliente.
- Qué generoso eres querido. Siempre pensando en los demás.- contestaba su mujer desde otro sofá.
La siguiente primavera, Hugo retornó a casa de su amigo Hans, con un gran cesto para llenarlo con flores del jardín de su amigo, a quien no veía desde el otoño.
- ¿Cómo has estado pequeño Hans? 
- Bien, tengo mucho trabajo. Venderé las flores en el pueblo y con las ganancias, podré recuperar mi carretilla. 
- ¿Qué le pasó a tu carretilla? 
- Debí venderla en el invierno. Necesitaba sustento. 
- Pues no hace falta, tengo una carretilla que puedo obsequiarte. Está un poco destartalada y vieja, pero si la reparas, te dará servicio por un tiempo más. Además yo he comprado otra. 
- Eres muy amable, realmente aprecio tu bondad, mi amigo. Tengo una tabla con la que puedo arreglarla sin problemas. 
- Qué suerte que lo dijeras, estaba necesitando una tabla para reparar el techo de mi granero, antes que vengan las lluvias y estropeen los sacos de harina que tengo almacenados. Ya que te he regalado mi carretilla, es buena cosa que me devuelvas el favor. 
- No es problema, te la daré gustoso, ya verás si te sobra algo para reparar mi carretilla.

Sin demoras, Hans le entregó la tabla y las flores al molinero, quedándose sin flores para el mercado.
Los días transcurrieron y Hugo siempre encontraba una nueva tarea para que Hans lo ayudara en pago de la carretilla. Hans acudía gustoso a cumplir con su amigo, descuidando completamente su jardín.
Una noche tormentosa, golpeó Hugo la puerta de su amigo.
- ¿Qué ocurre, que vienes en medio de la tormenta? 
- Mi hijo se ha caído de la escalera y está herido, necesita al médico. Pensé que con tan terrible noche, no sería saludable que fuera hasta el pueblo a buscarlo. Pero tú bien podrías ir en mi lugar, ya que te he regalado la carretilla. 
- Con mucho gusto iré por ti. Gracias por traer tu linterna para que no me hiera en el camino. 
- Es una linterna nueva, si te la dejo y algo te sucede, se estropeará. 
- Está bien, iré sin luz, pues.

Sin demora, Hans salió a buscar al médico hasta el pueblo. El galeno montó su caballo rumbo a lo del molinero, seguido a pie, por Hans. La tormenta era tan terrible que el mozo se extravió. Sin saber por dónde iba, cayó por un acantilado y se ahogó.
Todos lamentaron la muerte del pequeño Hans y concurrieron a su entierro. Luego del mismo, mientras todos bebían en una taberna, el molinero se lamentó de la mala suerte que había tenido al regalarle la carretilla a su amigo Hans, y de cómo no podía deshacerse de ella de manera apropiada.
La rata interrumpió la historia, preocupada por la suerte del molinero. El pardillo dijo que eso no tenía interés, con lo cual, la rata se fastidió.
- Pero déjeme contarle la moraleja. 
- De haber sabido que había una moraleja, no perdía mi tiempo en escucharlo.- dijo mientras daba media vuelta y retornaba a su madriguera.

- Es que la moraleja es cosa de peligro.- dijo la pata. 
- Eso mismo pienso.- contestó el pardillo.


Extraído de la obra de Oscar Wilde.

Por qué los monos no hablan.

En aquellos tiempos remotos en que los animales hablaban, los monos convivían en las aldeas con los hombres y con ellos conversaban.

Sucedió un día que los mortales humanos celebraban una gran fiesta; por espacio de una semana tocaron, durante el día, el tam-tam, y bailaban y bebían sin cesar en las noches.
A raudales corría el vino de palma, porque el jefe de la aldea había ordenado poner doscientas tinajas llenas de tan confortable vino en la plaza pública del pueblo.

Todo el mundo había bebido hasta saciarse, pero él, como correspondía a tan poderoso jefe, había bebido mucho más que los otros. Por esto, al despuntar el día, tembláronle las piernas como dos tiernas palmeras, sus ojos distinguían las cosas confusamente y su corazón sentíase inundado en un mar de felicidad.
Sus mujeres le llevaron cuidadosamente al palacio, pero él se negó a quedarse allí y, saliendo de nuevo, encaminóse hacia la aldea de los monos.

Cuando llegó, los monos, riendo y saltando a cual más, se apretujaron a su alrededor; ya uno le daba un tirón al taparrabos, ya otro le arrebataba el gorro; éste le sacaba la lengua, aquél le volvía la espalda o le hacía un gesto desvergonzado de burla. Y así la diversión era mayúscula, siendo el rey el hazmerreír de todos los monos.

El jefe, ya entrado en años, se irritó sobremanera al observar la irrespetuosa conducta de los monos y, montando en cólera, fue a quejarse ante el dios Nzamé.
Éste escuchó atentamente la queja del jefe de los hombres y, queriendo hacer rápida y ejemplar justicia, llamó al jefe de los monos.
Una vez el jefe de los monos estuvo en su presencia, Nzamé le preguntó muy enfadado:
- Dime por qué tu gente ha insultado de modo tan grosero a tu padre, el jefe de los hombres.
El jefe de los monos no supo qué contestar.
Entonces Nzamé dijo con acento severo:
- Desde hoy en adelante, tú y tus hijos serviréis a los hombres, y ellos os castigarán. Así, desde ahora mismo quedáis sometidos a su autoridad.
El jefe de los hombres y el jefe de los monos se marcharon.
Pero cuando el primero ordenó al segundo que fuese a trabajar, el jefe de los monos, a pesar de las órdenes recibidas, contestó con la mayor insolencia:
- ¡Estás soñando! ¿A mí hacerme trabajar? Vamos, que no estás bien de la cabeza.
El jefe de los hombres no insistió. Llegó a la aldea, se acostó y así que hubo descansado, maduró un plan para vengarse de los desvergonzados monos.

En cuanto llegó la fiesta siguiente, ordenó colocar en el centro de la plaza de la aldea centenares de tinajas, llenas de rico vino de palma. Pero en el vino había mandado echar la hierba que hace dormir.
Advirtió a los suyos que no bebieran de otras tinajas que de aquellas que ostentaban una señal determinada; luego invitó a los monos a la fiesta.
Los simios no podían rehusar honor tan señalado y, en consecuencia, fueron a divertirse y a beber de lo lindo.
Pero, ¡ay!, en cuanto hubieron bebido, todos sintieron invencibles deseos de dormir. Y quedaron los monos sumidos en un profundo sueño, y el jefe de los hombres ordenó, entonces, que los atasen. Ya todos atados, los hombres empezaron a manejar los látigos.
Los monos, al sentir los latigazos, despertaron al instante, recobrando una agilidad verdaderamente extraordinaria, una agilidad nunca vista. Saltaban y bailaban maravillosamente.
Terminada la memorable paliza, los monos andaban agachados, buscándose los pelos y rascándose.
Entonces el jefe de los hombres ordenó que los señalasen con un hierro ardiente y luego les obligó a hacer los trabajos más penosos de la aldea. Los monos no tuvieron más remedio que obedecer.

Un día, hartos de trabajar y sufrir, desesperados, se presentaron ante el jefe de los hombres para reclamar mejores tratos.
- Perfectamente - contestó el jefe -. Ahora veréis el trato que os doy.
Al punto ordenó a sus guerreros que azotasen a los monos y les cortasen la lengua.
- Así - dijo, terminada la operación  ya se han acabado las reclamaciones. ¡Y a trabajar, gandules!
Los monos, indignados, no podían proferir más que unos sonidos inarticulados, pero como en lugar de obtener justicia, habían sido tratados con peor crudeza y menos caridad, decidieron huir a la selva.

Los descendientes de aquellos monos nacieron dotados de lengua, pero como temen que los hombres vuelvan a apoderarse de ellos para hacerles trabajar, no han pronunciado desde entonces una sola palabra. Saltan y brincan como el día que les dieron de palos y lanzan gritos, muchos gritos, eso sí...


Extraído de la obra de H. C. Granch.

El hombre y la hormiga.

Se fue a pique un día un navío con todo y sus pasajeros. 
Un hombre, testigo del naufragio, decía que no eran correctas las decisiones de los dioses, puesto que, por castigar a un solo impío, habían condenado también a muchos otros inocentes.

Mientras seguía su discurso, sentado en un sitio plagado de hormigas, una de ellas lo mordió, y entonces, para  vengarse, las aplastó a todas.

Se le apareció al momento Hermes, y golpeándole con su caduceo, le dijo:

-Aceptarás ahora, que nosotros juzguemos a los hombres del mismo modo que tú juzgas a las hormigas.


Fábula de Esopo.

La espada de Damocles.

Había un rey llamado Dionisio I El Viejo, soberano de Siracusa. En ese tiempo la ciudad era griega y la más importante de la gran isla de Sicilia.
Vivía en un suntuoso palacio en donde las riquezas abundaban, en especial por las obras de arte, el lujo, la exquisita y fina cocina, las lindas mujeres y el refinamiento de los cortesanos. Contaba, además, con criados y esclavos solícitos a sus mínimos requerimientos.
Había mucha gente que lo envidiaba por el poder que ostentaba y por su incalculable fortuna. Uno de ellos era Damocles, un cortesano que se dedicaba a la intriga, al ocio, y en especial a envidiar a su rey, uno de sus mejores amigos.

-¡Qué afortunado eres; cuentas con todo lo que un ser humano puede aspirar! Dudo que exista alguien más feliz que tú-, solía repetirle.
Dionisio, quien adolecía de muchos defectos, odiaba la envidia y estaba aburrido de oír día a día las aparentes adulaciones, que eran una expresión velada de resquemor.
-¿En verdad, Damocles, crees que soy más feliz que los demás?
Damocles, que pensaba que la felicidad consistía en el tener y en el poder, le respondió:
-Sí, en verdad creo que eres no sólo el más feliz de nosotros, sino el más feliz del mundo.
Si te gusta tanto esto, ¿por qué no cambiamos de lugar por un día?
-Sólo en sueños lo había pensado, mi rey. Sí, me encantaría disfrutar de tus placeres y riquezas aunque sea sólo por un día y al igual que tú, no tener ninguna preocupación .
-Está bien. Cambiemos; tú serás el rey y yo el cortesano; pero sólo por un día.
Así lo convinieron para el día siguiente. 

La corte y los criados quedaron de tratar a Damocles como si fuera el rey. Le colocaron la corona de oro y diamantes y le pusieron el manto real. Damocles se hizo servir en la sala de banquetes, los mejores vinos y la más deliciosa comida. Al escuchar la música, dedicada a él, al sentirse halagado y admirado, no pudo menos que pensar que era el hombre más feliz del mundo.
-Esto si que es vida-, le dijo al rey, quien estaba sentado al otro extremo de la mesa. Estoy disfrutando como nunca.

Al beber el mejor de los vinos en una copa de oro, miró hacia lo alto. ¿Qué era lo que pendía de arriba, un objeto cuya punta casi le tocaba la cabeza? Sobre su cabeza pendía una afilada espada, atada al techo por una delgada crin de caballo. El brillo de ésta casi le impedía ver.
Las manos le temblaban de tal manera, que derramó parte del contenido de su copa. Como pudo, hizo acallar la música y sólo con la mirada desdeñaba los ricos manjares que iban sirviéndole.
No se atrevía a huir, aunque era su único anhelo. Tenía pánico de mover hasta las cejas. El hilo era demasiado delgado; bastaba un pequeño vaivén para que se cortara y se enterrará en su cabeza.

-Amigo, ¿qué te pasa?- preguntó Dionisio. -Da la impresión que nada te interesa. Hiciste callar la música, derramaste la copa de vino y hasta has perdido el apetito.
¿Acaso no ves la espada pendiendo de un hilo sobre mí? -, preguntó Damocles.
-Sí, claro que la veo. Siempre pende sobre mi cabeza. La veo a cada instante. Siempre está el peligro de que caiga, no sólo por su propio peso, sino que el hilo sea cortado por alguien. Puede ser un asesor envidioso de mi poder que quiera asesinarme. También puede ser alguien que quiera derrocarme propagando mentiras en mi contra. Puede suceder que un reino vecino venga a atacarnos, me asesine para quitarme el trono y así extender su poderío. Asimismo, puedo equivocarme en alguna de mis decisiones y esto provoque mi caída.
-Mira Damocles-, continuó el rey, -si quieres ser monarca, tienes que estar dispuesto a aceptar estos riesgos que son parte del poder.
Damocles, muy asustado, apenas se atrevía a responder. Veía la espada y se atragantaba de miedo.
-Rey mío, ahora veo que estaba equivocado. Además de la riqueza, el poder y la fama, tienes mucho que hacer, mucho en que pensar. Por favor, ocupa tu lugar y déjame volver a casa. Ese es mi anhelo supremo.

Damocles, al salir del palacio, con el paso cada vez más firme, corriendo y hasta casi volando, lo único que deseaba era abrazar a su sencilla esposa y valorar su interioridad. Lo mismo pensaba hacer con su hijo. Ahora sí les iba a inculcar con su propio testimonio de vida, que los valores no se sostienen en el poder ni en el tener.

Extraído de  la obra de Horacio y Cicerón.

Los dos reyes y los dos laberintos.

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.
Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.

Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. 

Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso."

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.


Extraído de la obra de Jorge Luis Borges.

El juicio

En una aldea había un anciano muy pobre, pero hasta los reyes lo envidiaban porque poseía un hermoso caballo blanco. Los reyes le ofrecieron cantidades fabulosas por el caballo, pero el hombre decía: "Para mí, él no es un caballo, es una persona. ¿Y cómo se puede vender a una persona, a un amigo?" Era un hombre pobre pero nunca vendió su caballo.

Una mañana descubrió que el caballo ya no estaba en el establo. Todo el pueblo se reunió diciendo:
-Viejo estúpido. Sabíamos que algún día le robarían su caballo. Hubiera sido mejor que lo vendieras. ¡Qué desgracia!
-No vayan tan lejos -dijo el viejo-. Simplemente digan que el caballo no estaba en el establo. Este es el hecho, todo lo demás es juicio de ustedes. Si es una desgracia o una suerte, yo no lo sé, porque esto apenas es un fragmento.¿Quién sabe lo que va a suceder mañana?

La gente se rió del viejo. Ellos siempre habían sabido que estaba un poco loco. Pero después de 15 días, una noche el caballo regresó. No había sido robado, se había escapado. Y no sólo eso, sino que trajo consigo una docena de caballos salvajes.

De nuevo se reunió la gente diciendo:
-Tenías razón, viejo. No fue una desgracia sino una verdadera suerte.
-De nuevo están yendo demasiado lejos -dijo el viejo-. Digan sólo que el caballo ha vuelto... ¿quién sabe si es una suerte o no? Es sólo un fragmento. Están leyendo apenas una palabra en una oración. ¿Cómo pueden juzgar el libro entero?

Esta vez la gente no pudo decir mucho más, pero por dentro sabían que estaba equivocado. Habían llegado doce caballos hermosos...
El viejo tenía un hijo que comenzó a entrenar a los caballos. Una semana más tarde se cayó de un caballo y se rompió las dos piernas.

 La gente volvió a reunirse y a juzgar:
-De nuevo tuviste razón -dijeron-. Era una desgracia. Tu único hijo ha perdido el uso de sus piernas y a tu edad él era tu único sostén. Ahora estás más pobre que nunca.
-Están obsesionados con juzgar -dijo el viejo-. No vayan tan lejos, sólo digan que mi hijo se ha roto las dos piernas. Nadie sabe si es una desgracia o una fortuna. La vida viene en fragmentos y nunca se nos da más que esto.

Sucedió que pocas semanas después el país entró en guerra y todos los jóvenes del pueblo eran llevados por la fuerza al ejército. Sólo se salvó el hijo del viejo porque estaba lisiado. El pueblo entero lloraba y se quejaba porque era una guerra perdida de antemano y sabían que la mayoría de los jóvenes no volverían.

-Tenías razón, viejo, era una fortuna. Aunque tullido, tu hijo aún está contigo. Los nuestros se han ido para siempre.
-Siguen juzgando -dijo el viejo-. Nadie sabe. Sólo digan que sus hijos han sido obligados a unirse al ejército y que mi hijo no ha sido obligado. Sólo Dios sabe si es una desgracia o una suerte que así suceda.



Cuento Zen.

Fábula del gorrión.

Érase una vez, un pobre gorrioncillo que mientras volaba, huyendo del invierno, se congelo y cayó al suelo. Entonces para empeorar las cosas, una vaca se le cago encima.

Pero aquel excremento estaba caliente y descongelo al pajarillio, que estaba contento de estar caliente y vivio. Tan contento estaba, que se puso a cantar.

Entonces llego una gato hambriento, que aparto la mierda, descubrió al pajarillo y se lo comió.

Moraleja:
No todo el que se caga en ti es tu enemigo, ni todo el que te saca de la mierda es tu amigo. Y si estás calentito y contento, aunque sea cubierto de mierda, ¡cierra el pico!

Extraído de la película Asesinos.

Un hombre, su caballo, su perro y el cielo.

Un hombre, su caballo y su perro, caminaban por una calle. Después de mucho caminar, el hombre se dio cuenta de que los tres habían muerto en un accidente. Hay veces que lleva un tiempo para que los muertos se den cuenta de su nueva condición. 

La caminata era muy larga, cuesta arriba. El sol era fuerte y los tres estaban empapados en sudor y con mucha sed. Precisaban desesperadamente agua. En una curva del camino, avistaron un portón magnífico, todo de mármol, que conducía a una plaza calzada con bloques de oro, en el centro de la cual había una fuente de donde brotaba agua cristalina. El caminante se dirigió al hombre que desde una garita cuidaba de la entrada.

-Buen día -dijo el caminante.
-Buen día -respondió el hombre.
-¿Qué lugar es este, tan lindo? -preguntó el caminante.
-Esto es el cielo -fue la respuesta.
-Qué bueno que llegamos al cielo, estamos con mucha sed -dijo el caminante.
-Usted puede entrar a beber agua a voluntad -dijo el guardián, indicándole la fuente.
-Mi caballo y mi perro también están con sed.
-Lo lamento mucho -le dijo el guarda-. Aquí no se permite la entrada de animales.

El hombre se sintió muy decepcionado porque su sed era grande. Mas él no bebería, dejando a sus amigos con sed. De esta manera, prosiguió su camino. Después de mucho caminar cuesta arriba, con la sed y el cansancio multiplicados, llegaron a un sitio cuya entrada estaba marcada por un portón viejo semiabierto. El portón daba a un camino de tierra, con árboles de ambos lados que le hacían sombra. A la sombra de uno de los árboles, un hombre estaba recostado, con la cabeza cubierta por un sombrero; parecía que dormía...

-Buen día -dijo el caminante.
-Buen día -respondió el hombre.
-Estamos con mucha sed, yo, mi caballo y mi perro.
-Hay una fuente en aquellas piedras -dijo el hombre indicando el lugar-. Pueden beber a voluntad.

El hombre, el caballo y el perro fueron hasta la fuente y saciaron su sed.

-Muchas gracias -dijo el caminante al salir.
-Vuelvan cuando quieran -respondió el hombre.
-A propósito -dijo el caminante- ¿cuál es el nombre de este lugar?
-Cielo -respondió el hombre.
-¿Cielo? ¡Mas si el hombre en la guardia de al lado del portón de mármol me dijo que allí era el cielo!
-Aquello no es el cielo, aquello es el infierno.

El caminante quedó perplejo. Dijo:

-Esa información falsa debe causar grandes confusiones.
-De ninguna manera -respondió el hombre-. En verdad ellos nos hacen un gran favor. Porque allí quedan aquellos que son capaces de abandonar a sus mejores amigos.


Autor desconocido.